El día en el que Duenmal se mudó a la Villa de Duendes Felices del Bosque, Duenbien quiso ser amable con él, pero cada vez que se le acercaba este le ponía cara de mal genio.
Duenbien se preguntaba todos los días por qué Duenmal no hablaba con nadie, no reía, no jugaba y tampoco abría las ventanas de su cabaña, no dejaba ver su rostro y parecía tener un color desabrido en su piel. Esto era muy extraño porque todos los duendes de la villa tenían un color muy llamativo.
Duenbien era muy curioso y siempre quería saberlo todo en la villa, así que un día habló con su pandilla de amigos para hacer una fiesta con el fin de alegrarle un poco el día a Duenmal y tal vez integrarlo al grupo de amigos.
Todos se pusieron de acuerdo y recolectaron frutas, trajeron los mejores instrumentos para tocar la mejor música. Por la noche las luciérnagas iluminaban la noche, la música amenizaba el ambiente y Duenbien cantaba una hermosa melodía.
Cuando Duenmal escuchó el ruido salió furioso de su cabaña sin darse cuenta que todos lo esperaban afuera con alegría y al ritmo de una buena música. Duenmal no supo qué hacer y les pidió a gritos que lo dejaran en paz.
Duenbien preocupado le pidió que por favor dejara ver su rostro, que todos querían conocerlo. Todos empezaron aclamar- ¡Que se muestre! ¡Que se muestre! –
Duenmal, se asustó mucho, no supo a dónde huir porque todos lo rodeaban, los duendes sentían más curiosidad por saber quién era que otra cosa. Una de las hadas del bosque aprovechó un segundo de descuido para quitarle la manta que tenía puesta encima Duenmal. Todos quedaron sorprendidos al ver que quien se escondía tras esa manta era el príncipe de la villa, quien se había cansado de sus labores como hijo del rey, asegurando que solo conocía el trabajo y el cansancio, así que escapó y decidió vivir con el pueblo aunque sea a escondidas. Todos los chicos decidieron mantener en secreto su identidad para así poder divertirse sin que el rey se diera cuenta.
