Había una vez un niño llamado Arnoldo que vivía con sus padres en una pequeña casa del pequeño pueblo de Valle Angosto. Para poder comunicarse con otros pueblos, la gente de Valle Angosto tenía que cruzar un puente sobre un río profundo, y así comprar las cosas que necesitaban y que ellos no podían producir.
Una noche, un gigante que deambulaba entre los grandes árboles, vio el puente que comunicaba Valle Angosto con el resto del mundo. Al acercarse a él, el gigante le pareció cómodo y se acostó a lo largo, haciendo imposible que nadie pudiese cruzar. Al percatarse de esto, los habitantes del pueblo se fueron enfurecidos a exigirle al gigante que se quitara.
-¡Párate de ahí, gigante tonto!- le gritaban algunos.
-¡Quítate del medio!- Le decían de mala gana.
Pero por mucho que intentaron al gritarle cosas feas, el gigante no se despertó. Cada persona del pueblo intentó hacer que el gigante se despertara, pero ninguno pudo. Fue cuando Arnoldo decidió ir a curiosear. Cuando vio que la última persona del pueblo no pudo ni siquiera hacer que el gigante se moviera un poco. Decidió intentarlo por sí mismo.
A medida que el pequeño Arnoldo se acercaba al gigante, la gente comenzó a reírse y burlarse de él, ya que pensaban que si la gente grande del pueblo no había podido moverlo cuando le habían gritado, mucho menos un niñito haría que el gigante se moviera.
Entre risas y burlas, Arnoldo se le acercó al gigante, y le dijo en la oreja lo siguiente:
-Buenas tardes, señor gigante- dijo con voz amable -¿Sería usted tan amable de moverse aunque sea un poco? Es que este puente lo necesitamos cruzar para comunicarnos con los otros pueblos. Mucho se lo sabríamos agradecer.
El gigante, agradecido por ese gesto de buen trato, se levantó y le dijo a Arnoldo:
-Por tu amabilidad, con gusto me levantaré y buscaré otro sitio para dormir. – Luego se levantó y se perdió entre los grandes árboles del bosque del este.
A partir de ese momento, Arnoldo fue conocido en su pueblo y en los cercanos como Arnoldo Levanta Gigantes.
