Había una vez una princesa en un castillo que tenía todas las cosas que quería, juguetes, todas las muñecas que quisiese de distintos tamaños con cabellos largos y lacios, peluches… pero ella se encontraba muy triste porque no tenía amigos y sentía que a su corazón le faltaba algo.
Un día, de tanto estar encerrada se puso a llorar a lo que su padre –el rey Bonifacio- le preguntó qué le pasaba. Conmovido por los sentimientos de su hija, y luego que esta le dijera que necesitaba jugar y conversar con otros niños, el Rey pensó, pensó y pensó cómo podía ayudarle.
De repente, una brillante idea se asomó en su cabeza. El rey le dijo que su primo de un reino muy lejano iba a venir hoy mismo. Inmediatamente la princesa se puso muy feliz porque iba a tener alguien con quien hablar. Paso la tarde arreglándose, se colocó su vestido más lindo y se fue al parque a esperar a su primo.
Sin embargo, su padre, quien no confiaba en nadie le dijo que podía asistir a la reunión con una sola condición: tendría que ir con un guardaespaldas. La princesa a quien parecía no importarle, le respondió -si papá-.
Luego como a las 6 de la tarde llegó la princesa con su primo, junto a ellos iban muchos niños y niñas más; cinco niños y siete niñas.
La princesa estaba feliz, no le importaba nada más, así que todos subieron a las habitaciones, los niños se fueron con el primo y las niñas con la princesa.
De pronto, fueron al cuarto de la princesa y las niñas al ver esa cantidad de muñecas que poseía se quedaron asombradas y comenzaron a jugar. Pero, las niñas y la princesa no notaron algo que el guardaespaldas sí había visto: ¡los juguetes hablaban! Fue un sueño, todos jugaron por horas y la princesa más nunca volvió a sentirse sola.